Desde la distancia se construye un país que sus políticos aún se niegan a reconocer.
No me fui. Me llevaron. No crucé fronteras buscando un sueño de lujo. Salí huyendo porque a mi padre lo iban a matar. Como tantos guatemaltecos, dejé todo por necesidad. Me tocó comenzar de cero, en otro idioma, en otro mundo, con el corazón roto, pero con la esperanza intacta.
Escucha el audio de este texto aquí:
Por eso les puedo asegurar que migrar forzadamente es vivir con el alma dividida. Con un pie aquí y otro allá. Con la voz temblando de nostalgia. Con el deber de sostener, desde lejos, a quienes uno más ama.
El migrante ama, y ama más fuerte, más profundo, más lejos. Enviamos dinero para que nuestros hijos estudien, para que nuestros padres vivan con dignidad, para levantar una casita que simboliza el sueño del regreso. Cada remesa es tiempo, sudor, ausencia y amor. Es una promesa cumplida semana a semana, con jornadas que, si no fuera por quienes migraron por necesidad, pocos estarían dispuestos a asumir con tanta entrega.
Migrantes nos duele ser. Pero seguimos de pie. Reclamamos con dignidad. Callar jamás fue una opción.
Y, sin embargo, a ese amor se le cobra caro. Comisiones abusivas, tipos de cambio injustos, y ahora hasta proponen nuevos impuestos a las remesas. ¿Qué más quieren quitarle a quienes ya lo hemos dado todo? Nos perdemos nacimientos, cumpleaños, graduaciones, funerales. Nos perdemos abrazos. Nos perdemos. Y lo hacemos por sostener a una familia, a un pueblo, a una patria cuyos gobernantes ni siquiera nos ven.
Por eso duele cuando algunas figuras —supuestamente influyentes— nos dicen que por estar fuera no tenemos derecho a opinar. O peor aún, repiten narrativas que nos criminalizan. Pero ¿cómo no vamos a hablar del país que seguimos sosteniendo con cada remesa, con cada lágrima, con cada sacrificio?
Y aquí la deuda se vuelve aún más clara. No es solo económica. Es el Estado —manejado por politiqueros y malos administradores— quien ha fallado a los migrantes. Nos han negado respeto, representación y derechos. Aunque enviamos más de 21 mil millones de dólares al año —el ingreso más grande del país, inyectado directamente a la economía— no podemos votar por los alcaldes de nuestros pueblos ni por los diputados que deberían representarnos.
Es aún más vergonzoso que, de los 160 diputados, ninguno haya hecho del voto pleno del migrante una prioridad. Ninguno ha dicho con firmeza: “el migrante también es ciudadano.” Pero lo que sí hacen, lo hacen bien: subirse el salario, pelearse por el poder y olvidar para quién trabajan. El poder no les pertenece. Le pertenece al pueblo. Y de ese pueblo, más de tres millones vivimos en la unión americana.
A los migrantes se nos aplaude en campaña, pero se nos olvida en el Congreso. Se nos celebra con palabras, pero se nos niega con leyes. Migrar forzadamente no nos hace menos guatemaltecos.
Pese a muros, fronteras, leyes, discriminación y abandono, seguimos adelante. No hemos dejado de construir ni de soñar. Desde el silencio y la distancia, también escribimos futuro. Por eso escribí MIGRANTE: no para contar penas, sino para recordar que nada es imposible. Que el dolor no nos define, nos impulsa. Que la distancia no apaga el amor, lo multiplica. Que los nietos de Tecún Umán aún seguimos luchando, sin pedir permiso y sin bajar la cabeza.
Donde haya un guatemalteco trabajando con dignidad, ahí hay patria. Donde haya una madre limpiando casas para que su hijo estudie, ahí hay nación. Donde haya un migrante con el corazón partido en dos, ahí hay un país que no ha sido olvidado.
El Estado de Guatemala tiene una deuda pendiente con sus migrantes. Y no se paga con discursos. Se paga con derechos. Con respeto. Con dignidad. Porque si nosotros, los que estamos lejos, no nos olvidamos de Guatemala… Guatemala tampoco debe olvidarnos a nosotros…
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