Tragedia familiar: expone la precariedad del sistema de salud y la desnutrición que afecta al 50% de niños menores de 5 años.
Te voy a contar una historia muy personal; la muerte de mi hermanita mayor: Juanita. Sucedió hace medio siglo. Yo no había nacido, pero mis padres nos contaron. Está en el capítulo 6 de mi libro autobiográfico Migrante.
En la década de 1970, mis padres, Lucín Cuxin y Cuxin Antil trabajaban como jornaleros temporales en cosechas de fincas. Iban a donde había trabajo. En 1974 les tocó ir a una hacienda cafetalera de San Miguel Pochuta, Chimaltenango, a unos 300 kilómetros de Santa Eulalia. Un lugar casi inaccesible por los malos caminos. No había servicios de salud.
Juanita, se enfermó. Estaba por cumplir 4 años. Ya no comió. Tenía vómitos, diarrea, fiebre. Una mañana ya no caminó y le dolía el estómago. Quizá era una infección intestinal, fácilmente tratable hoy, con un desparasitante y antibióticos. Pero hace 50 años, en una finca montañosa no había doctor, ni medicamentos.
El hospital nacional más “cercano” era el de Antigua Guatemala. Entre Pochuta y Antigua había unos 70 kilómetros. El viaje era difícil por el pésimo estado de la carretera, poco transporte y su alto costo. Implicaba gastar el ingreso de una semana, pero al ver que Juana no mejoraba con los remedios caseros, papá Marcos decidió llevarla al hospital. Fueron horas a vuelta de rueda entre lodazales.
En el hospital examinaron a Juana. Le dijeron a mi papá que tenía una infección y que le aplicarían un tratamiento, pero debía permanecer internada una semana. Él no podía quedarse a cuidarla porque debía volver al trabajo. Tampoco tenía cómo pagar alojamiento y comida. Decidió dejar a Juanita y volver a la semana, como le indicaron.
— ¡Paaapa, paaapa, no te vayas! —decía Juana cuando se quedó en una camita del hospital y levantaba su manita. Así contaba mi papá, quien no podía evitar las lágrimas al recordarla como si fuera ayer. —Papa, papa, no me dejes aquí —clamaba Juana. —¡Voy a regresar por vos, m’ija! —le respondía mi padre mientras aguantaba las ganas de llorar. No quería asustarla; quería transmitirle valor. —Adiós m’ija, portate bien, te estas quietecita, no vayas a estar haciendo travesuras”. —¡Papa, papa! —Y su mano parecía una palomita en pleno vuelo: así contaba mi papá.
El camino de regreso fue duro, pero tenía la esperanza de regresar por ella, curada. A los cuatro días, llegó a la finca un telegrama desde el hospital de Antigua. “Niña Juana Marcos falleció. Presentarse urgentemente.”
Este año, ya van 42 blancas palomitas dormidas para siempre a causa de la desnutrición.
Papá y Mamá emprendieron el viaje para afrontar juntos la tragedia. Se llevaron a mis hermanos Andrés, de 5 años y Leonardo, de días. Soñaron con Juanita ya recuperada, llena de vida. Pero les entregaron su cuerpo inerte. La envolvieron en una sábana. Mamá la abrazó como cuando era una bebé. Tan serena, tan indefensa, tan inocente. Ya no lloraba. Ya no sufría. Las palomitas de sus manos estaban dormidas para siempre.
Compraron una caja blanca forrada de satín y la colocaron con cuidado. Tomaron camino hacia el cementerio de La Antigua Guatemala para sepultarla. Ahí con cariño y dolor depositaron aquella pequeña nube, más blanca que las nubes, en el fondo de la tierra oscura. Rezaron mientras oían la tierra caer. Querían quedarse más pero el camión estaba esperando. Partieron de vuelta a la finca. Sin su hija. Ese dolor les acompañó toda su vida. Guardaban una foto de Juanita con mis hermanos, en donde se quedó niña para siempre.
Medio siglo después, en varias regiones de Guatemala, estas tragedias siguen ocurriendo. Un sistema de Salud convertido en negocio y planes contra la desnutrición que gastan más en plazas que en los niños son la causa. Guatemaltecos, unámonos para que ningún niño padezca hambre, y menos aún muera por ello. Este año van 42 fallecidos.