Hagamos de este fin de año una convivencia espiritual y de profundo humanismo.
La Navidad y el Año Nuevo son fechas significativas en nuestras vidas. Son momentos de convivencia, tradición y unión familiar. El comienzo de diciembre, a nivel personal—reviven en mi memorias cuando compartía con aquellos que se nos adelantaron al más allá. Recuerdos inundan mi mente como la de mi madre Lucín Cuxin, de Matías Felipe—pastor de la iglesia Cristo Pronto Viene en Los Ángeles, California, y la de mi tío Andrés Díaz, quien recientemente nos fue arrebato por el coronavirus.
Por eso, es obvio que las celebraciones, las visitas y reuniones familiares para compartir y convivir— para muchas familias que hemos perdido prematuramente a nuestros seres queridos a causa de la pandemia que hoy azota el mundo y que sigue cobrando vidas por doquier, este año serán diferentes. Es vital no bajar la guardia.
Celebremos la vida, pero sobre todo, innovemos en la forma de mantener nuestras tradiciones. Sigamos cuidando a nuestras familias, sobre todo, a los más vulnerables.
Muchos hogares sentiremos un vacío esta Navidad porque no solo perdimos a un ser querido, la pandemia también nos ha arrebatado la oportunidad de un cierre emocional. El coronavirus vino a zarandear nuestras costumbres y valores culturales más íntimas. Es como si despojara de su dignidad a quienes se han ido y agravara el dolor a quienes nos quedamos.
En muchos hogares, cuando un familiar, una persona cercana o un amigo muere, por costumbre y tradición participamos de una serie de ritos para poder darle un último adiós. La misa, el servicio en las iglesias—los cantos, los rezos, las oraciones, el velatorio, las historias de convivencia, el café—el pan sheca, el atol de elote, los abrazos de pésame y el acompañamiento de los deudos de los fallecidos, son los gestos más simbólicos en el cierre del ciclo vida-muerte y una manera de honrar la memoria de quienes se nos adelantaron.
La pandemia no respeta ritos, ni costumbres ni el dolor por la muerte de un familiar y tampoco nuestra pena por no despedirlo dignamente. En lo personal, luego de tres meses de la muerte de mi tío Andrés Díaz, siento una sensación de incertidumbre; no termino de asimilarlo. Cuando falleció los aeropuertos estaban cerrados—no puede viajar para despedirlo. Es doloroso estar en esta incertidumbre. Tristemente, muchas familias se encuentran en este estado de irresolución.
Pienso en los que han fallecido y me da la sensación de que la pandemia los ha matado dos veces. Primero porque los aísla de sus familiares cuando resultan contagiados; aún más doloroso cuando mueren en algún centro asistencial sin la compañía de seres queridos. Segundo, porque una vez fallecidos, no pueden recibir una despedida que celebre sus vidas. Y es que, aunque no parezca, hay gestos que por pequeños que son, como el acariciarles la mejilla una última vez, ver su rostro, pasar una noche en vela y rezarles; vestirlos o poner en su féretro reliquias de familia, llorarles en su tumba, son tan importantes para nosotros los dolientes y le dan sentido a nuestra vida.
Innovemos en la forma de mantener nuestras tradiciones y de celebrar la vida.
Quienes por fortuna no han sufrido la pérdida de alguien amado, deben sentirse dichosos y seguir cuidándose; no bajen la guardia porque el riesgo es latente y aún no estamos libres del acecho del coronavirus.
Que esta Navidad y Año Nuevo sean una convivencia espiritual y de profundo humanismo. De felicidad, empatía y de un cambio de mentalidad para hacer el bien. Que sea una época para reencontrarnos a nosotros mismos y de ponernos en el lugar de nuestros prójimos.
Feliz diciembre—tío Andrés Díaz, pastor Matías Felipe y mamá Lucín Cuxin, desde aquí hasta el más allá.