La época lluviosa debe ser motivo de alegría y bendición, no de preocupación y tragedia.
Guatemala debe avanzar visionariamente, actuar con solidaridad y priorizar la vida humana.
La llegada de la época lluviosa debería ser una razón de alegría porque favorece a las siembras y, en general, le da vida a la tierra. Pero en Guatemala, cada vez más, esta época, lejos de ser aliciente para el agricultor y para la ciudadanía guatemalteca—se ha convertido en un motivo más de preocupación.
Hablar de lluvias es sinónimo de desastres, pérdidas de vidas, daños a la infraestructura e impacto en la economía. No es un fenómeno nuevo, pero con una infraestructura mal construida y sin mantenimiento, pareciera que así fuera cada temporada de lluvias. En 2010, un estudio del Fondo Mundial para la Reducción y Recuperación de Desastres y el Banco Mundial), advirtió que Guatemala era el quinto país en el mundo con mayor riesgo de sufrir desastres naturales.
Otro detalle importante es que muchas de las tragedias ocurren en lugares donde ya se han registrado desastres anteriormente. Según la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), en Guatemala se han identificado 10 mil 51 puntos de riesgo (cinco mil 464 por deslizamiento y cuatro mil 587 por inundaciones).
Sobradamente sabemos que por su posición geográfica y características topográficas, la densidad poblacional, los altos índices de pobreza y la poca voluntad política en las esferas de poder son el caldo de cultivo para la vulnerabilidad del país ante los desastres naturales.
Es triste y lamentable que las consecuencias de los deslizamientos y las inundaciones, una y otra vez, se repiten en las zonas que registran más pobreza y altos índices de desnutrición. En poblaciones ya de por sí en situación de vulnerabilidad, sin acceso a vivienda digna, con sistemas agrícolas de subsistencia y sin carreteras. El efecto dominó de esto es el agravamiento de la pobreza—ya el 60% de la ciudadanía la padece, el hambre—un 30% vive en pobreza extrema y la desnutrición crónica y aguda infantil—con las peores tazas de Latinoamérica y de las más altas en el mundo.
En los últimos 22 años, 15 desastres naturales han impactado a Guatemala, entre estos, el huracán Mitch en 1998, la tormenta tropical Stan y la erupción del volcán de Pacaya en 2005; la tormenta Agatha en 2010, y las más recientes, las depresiones tropicales Eta y Iota en 2020, que han dejado millonarias pérdidas, miles de personas damnificadas, perdidas de vidas humanas, así como cuantiosos daños en viviendas, cultivos y carreteras.
Conociendo la vulnerabilidad de nuestro país, cualquier gobierno o aspirante a gobernar, debería desarrollar planes de prevención y estrategias de reducción de desastres. Debería haber un plan nacional de ordenamiento territorial, para que, ante el crecimiento poblacional, las construcciones se hagan en lugares seguros.
Las personas más vulnerables siempre se llevan la peor parte de las tragedias. Por ellos, como país debemos estar mejor preparados. Cada gobierno, incluyendo el actual, ha tenido en sus manos la gran oportunidad de actuar previamente y sentar bases visionarias que gobiernos posteriores puedan continuar. Nunca es tarde para actuar y velar por el bien común ante estos desastres.
Una Guatemala con un verdadero liderazgo, puede avanzar de manera proactiva y visionaria. Liderar un trabajo en equipo, donde las acciones de gobierno y las iniciativas civiles y privadas se encaminen hacia la adaptación ante los efectos del cambio climático, actuar de manera solidaria, empática y, sobre todo, priorizar la vida de las personas. Es la única forma de lograr que, fenómenos naturales como la lluvia, sean una bendición y un motivo de alegría, más que de preocupación y tragedia.