Donde hay admiración, hay celebración. Donde hay equidad, hay justicia.
Cada 8 de marzo, el mundo conmemora el Día Internacional de la Mujer, una fecha que se vive de maneras distintas según el lugar… y todas igualmente significativas. Fue hace tres días, pero su significado se prolonga hacia el futuro.
En Estados Unidos, por ejemplo, es un día de lucha. En ciudades como Los Ángeles, California mis hermanas marcharon junto a miles, exigiendo justicia y equidad. Es una fecha para levantar la voz, para recordar que, en pleno siglo XXI, aún existen grandes desigualdades.
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En Rusia, donde nació mi esposa, y en muchos otros lugares de Europa y del mundo, el 8 de marzo es una gran celebración nacional. Se vive de muy distintas maneras. En Miami, por ejemplo, mi esposa lo celebra con sus amigas como una afirmación de la belleza de ser mujer.
Aquí surge una verdad esencial: no existe solo una sola forma correcta de honrar a la mujer. Sea luchando por sus derechos o celebrándola con flores, lo importante es reconocer su valor. En cualquier cultura, en cualquier rincón del planeta, la mujer sigue siendo el eje fundamental de la familia y la sociedad.
En nuestra tierra, donde la familia es el núcleo de la vida, la mujer es la columna emocional, espiritual y, muchas veces, económica del hogar. Pero muchas mujeres, especialmente indígenas—como mi mamá, enfrentan una realidad más dura. En MIGRANTE, hablo de la triple exclusión que sufren muchas guatemaltecas: ser mujer, ser pobre y ser indígena. Esa barrera debe ser derribada. Y si alguien ha representado todo eso en mi vida, es mi madre.
Una mujer libre es aquella a la que se le respetan sus decisiones.
En mi autobiografía escribí: «Mi madre no sabía de leyes ni de contratos, pero entendía de amor. Era su forma de liderar. Ella era la primera en despertar y la última en dormir. Con sus manos callosas y su espalda cansada, tejía el futuro de todos nosotros, sin pedir nada a cambio.»
Mi mamá, como tantas guatemaltecas, fue guía, maestra, protectora y motor. Me enseñó que el amor más profundo no necesita aplausos. La verdadera libertad de una mujer no se define por si trabaja o se queda en casa, si es madre o no, si lidera una empresa o cuida un jardín. La libertad se define en su capacidad de decidir con dignidad y que su decisión sea respetada.
Dignificar a la mujer es apoyar a toda la familia. Porque cuando ella florece, su hogar tiene frutos de desarrollo. Y cuando una familia está bien, la sociedad entera avanza. Este mensaje también es para nosotros, los hombres. Honrar a la mujer no es algo de un día al año. Es una forma de vivir, de relacionarnos, de valorar. «Todo lo que soy se lo debo a mi madre. Su mirada tenía más fuerza que cualquier sermón. Su fe en mí, incluso cuando yo dudaba, fue el puente que me permitió cruzar mis miedos”, escribí en Migrante.
Si alguna vez una mujer creyó en ti, te sostuvo, te inspiró o te levantó… este es el día para agradecerle de verdad: con respeto, con acciones, con aprecio diario.
Celebremos, pues, como se hace en Rusia: con cariño, flores y admiración. Y también como en Los Ángeles, California: con conciencia, compromiso y lucha por la equidad. Lo importante es honrarlas con el corazón, porque sin ellas, no hay familia. No hay sociedad. No hay futuro.
A todas las mujeres que han sido raíz, fuerza y horizonte en nuestras vidas: gracias. Como el maíz en la cosmovisión maya, ustedes no solo sostienen la vida: la originan, la nutren y la hacen florecer. Son sabiduría que camina, memoria que guía, y futuro que resiste. Gracias por enseñarnos que el amor verdadero no se impone, se cultiva. Que el futuro no se hereda: se siembra.
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