Compatriotas guatemaltecos, es importante que todos comprendamos con empatía lo que significa para una hermana o hermano tener que dejarlo todo, desplazarse internamente en el país o hacia el extranjero, porque su vida corre un riesgo inminente, porque quiere sacar a su familia adelante o porque lo mueve el deseo de tener un mejor futuro.
Sobre la migración interna, a menudo no se habla. Desde siempre han existido familias que en cada temporada de cosecha migran hacia las fincas, que salen de sus aldeas hacia alguna cabecera municipal o departamental, o se establecen en los suburbios de la capital, con todo el sacrificio y las dificultades que implica llegar a ambientes ajenos a su vida y a su cultura. Muchas hermanas y hermanos migran a las urbes en busca de empleo, y terminan en trabajos domésticos donde deben quedarse semanas, meses y hasta años sin poder visitar a sus familias. En nuestra sociedad, la migración interna de las personas más vulnerables—humildes, es tan real como invisible.
Seamos empáticos y preguntémonos: ¿qué haría yo si la pobreza o la violencia me obligan a migrar?
En la mayoría de las familias, especialmente del área rural, más de algún miembro emprendió el viaje detrás del rayo de sol—de la esperanza para sobrevivir y sacar adelante a los suyos.
Pero ir tras el sueño americano es demasiado peligroso. Hace un mes y ocho días trascendió la trágica noticia de la masacre de 16 hermanas y hermanos guatemaltecos en un estado fronterizo mexicano, camino hacia El Norte, y hasta la fecha las autoridades del gobierno no se han pronunciado enérgicamente para pedir que se esclarezcan los hechos.
Es necesario tener empatía, valorar el sacrificio y la vida de las víctimas de la migración forzada. Más aún, cuando el aporte de los migrantes a la economía es trascendental. Solo del 2015 al 2019, el ingreso de divisas por remesas familiares aumentó en 67%. Las remesas aportan aproximadamente el 14.5% del Producto Interno Bruto (PIB), un monto similar al valor de las exportaciones del país. Esto es suficiente para que, por sentido común, la atención a la comunidad migrante sea tan prioritaria como lo es para la industria de exportación. Ambos deberían tener la misma prioridad para el Estado, por ser motores de la economía, lo cual hoy no sucede. Leí recientemente un reportaje sobre un diputado con una oficina en el extranjero que cobraba tres veces más el valor de un trámite a paisanos, resultado del abandono al migrante de parte del Estado.
Pero los migrantes somos más que las cifras de remesas que mes a mes establecen récords de ingresos para el país. Los migrantes somos más que la bandera política que se enarbola en tiempos de campaña electoral para ganar votos y financiamiento. Los migrantes somos más que seres olvidados en países ajenos, vulnerables a personas inescrupulosos que hacen de nuestras necesidades un negocio.
En nuestra sociedad, la migración interna es tan real como invisible.
Nunca olvidemos que los migrantes son tan guatemaltecos como nosotros, estén donde estén. No perdamos la empatía para comprender el sacrificio que implica migrar, porque te pierdes la vida de tu comunidad, el crecimiento de tus hijos, la convivencia de los amigos. Te pierdes el disfrute del paisaje, la hospitalidad y el colorido de la gente de tu tierra natal.
Nuestra meta debe ser el sueño guatemalteco, la ruta más asertiva para lograr que nadie se vea forzado a migrar, y que, por el contrario, quien decida irse sea por opción—ejerciendo debidamente su derecho de migrar. En tanto avancemos hacia ese sueño, el estado guatemalteco tiene la obligación moral y legal, de reclamar enérgicamente el respeto a la integridad física de los migrantes además de exigir respeto a la dignidad humana de quienes se vean forzados a migrar.