Prensa Libre

Lograr una sana convivencia y el respeto entre los diferentes pueblos que habitamos.

Durante mi infancia, cuando estábamos en la finca de café y cardamomo, algunos sábados o domingos, nos tocaba ir con mi papá a limpiar las vías comunales. Era divertido, porque no éramos los únicos niños; otros padres de familia llevaban también a sus hijos, al punto que esto se convertía en ocasión de juegos para nosotros y los adultos aprovechaban para socializar las novedades de la aldea. Entre la diversión, los pequeños aprendíamos a usar el machete, pero también algo mucho más importante, que es a lo que dedico este texto.

«De nada sirve al hombre lamentarse de los tiempos en que vive. Lo único bueno que puede hacer es intentar mejorarlos.» -Thomas Carlyle.

Los vecinos de Cocola Grande tenían que contribuir a la limpieza de los caminos. Asimismo se esperaba que los habitantes de las aldeas vecinas mantuvieran sus vías despejadas y en buen estado. Quienes no podían asistir a las faenas, contrataban a otros para ‘cubrir su turno’ o bien lo intercambiaban.

¿A qué viene todo esto? Resulta que estas acciones que cualquiera diría que no eran más que la simple cotidianeidad, en realidad tenían una gran riqueza. El fondo de acompañar a nuestros padres a las faenas era el traslado de conocimientos sobre la vida del campo y la inculcación del valor del trabajo en nosotros, desde pequeños.

Por otro lado, esos trabajos como muchas otras actividades colectivas eran organizados por las autoridades comunitarias. Se trataba de personas que la misma comunidad elegía, no por medio de papeletas electorales, sino por un sistema de cabildo y aceptación voluntaria, basados en la experiencia de vida, servicio e integridad de las personas.

Es obvio que en una comunidad esta forma de autogobierno era respetada y legítima aún sin estar escrita. Sin embargo, a nivel general, el derecho consuetudinario es un concepto aún difícil de entender y, por lo mismo, de reconocerse. Esto no le resta validez ni valor, ya que está fundado en la cultura de los pueblos y se han practicado incluso cuando el Estado actual no se había configurado.

En mi más reciente visita a Guatemala, tuve la oportunidad de platicar de este tema con unos amigos. Hablábamos de cómo se pueden evitar los conflictos entre legítimos emprendimientos empresariales y los auténticos intereses comunitarios. ¿Cómo podemos darle su espacio a las autoridades ancestrales y, a la misma vez, cumplir las normas constitucionales del país?

El derecho comunitario no se opone a las leyes del Estado, pero debido a prejuicios, intereses económicos impuestos y temores, se produce un choque en donde debería haber diálogo. Las comunidades más lejanas deben ser invitadas a ser partícipes del desarrollo económico para mejorar sus condiciones de vida y la de sus hijos; de lo contrario, seguiremos viendo migraciones y pérdida de cultura.

Claramente, no es un tema fácil de resolver, ya que, aún después del conflicto armado, persisten antagonismos por causas de divisiones comunitarias internas, rivalidades con pueblos vecinos e incluso resistencias frente al Estado.

No es con enfrentamiento, intransigencia o imposición que se logrará despejar la vía al progreso. La inclusión, el diálogo y el respeto a los derechos humanos son las mejores vías para los acuerdos.