Regular el financiamiento electoral es un paso lógico para la prosperidad del país.
La desilusión con la que chocamos cada cuatro años en relación con el panorama electoral, debería ser razón suficiente para ser más activos y tratar de entender el porqué de estos ciclos ásperos.
Primeramente, debemos admitir que la democracia guatemalteca es débil y, en consecuencia, fácil de ser marchitada por la corrupción e impunidad. En segundo lugar, debemos admitir que las campañas electorales son carísimas y necesitan financiamiento.
El problema de la corrupción e impunidad pasa por la configuración de un sistema electoral débil.
Actualmente, en Guatemala el financiamiento quizá juega el rol más importante durante las elecciones. Por lo anterior, es lógico que este aspecto debe ser regulado. Tristemente, la legislación actual presenta debilidades, favorece la acumulación de recursos por parte de pocos partidos y deja abierto las puertas al financiamiento ilícito.
El problema de la corrupción e impunidad pasa por la configuración de un sistema electoral débil. Eso explica por qué las personas que llegan a ocupar el rol más importante en nuestra democracia—la presidencia—no son capaces de representar la unidad nacional y ni conducir las políticas de desarrollo e inversión necesarias.
Por último, no podemos esperar que, bajo las mismas reglas, en las próximas elecciones llegue una persona que nos pueda rescatar y resolver nuestros problemas. De ahí que, mientras no cambien esas reglas, cada cuatro año seguiremos desilusionándonos.
Para dar un salto cualitativo y romper esos círculos viciosos que redundan en pobreza y subdesarrollo, debemos atacar las raíces de la fragilidad democrática. Entre estos, combatir los males que están estrechamente relacionada a las barreras y resistencias que encuentran los esfuerzos en la lucha contra la corrupción e impunidad.
En la medida que las reglas del juego no cambien, llegarán al poder personas apoyadas por los mismos grupos con poder de financiamiento y harán todo lo necesario para mantener su estatus. Esto supone un grave riesgo, no solo para nuestro progreso, sino de regresión a prácticas del pasado que tanto enlutaron a Guatemala y aún mantiene dividida a nuestra sociedad.
Sin duda, esta coyuntura está marcada por la crisis sociopolítica que desató la lucha contra la corrupción e impunidad iniciada en 2015 y la resistencia de los poderes fácticos que, incluso, se valen de prácticas del pasado para no perder sus privilegios.
Bajo el esquema tradicional y las mismas reglas, los viejos personajes de la política se seguirán reciclando y camuflando para mantenerse en el poder.
Un claro ejemplo de regresión a los 80 es la reciente noticia de la caracterización militar de un desfile con motivo de la inauguración de las fiestas patronales del municipio de San Miguel Chicaj, en Baja Verapaz. Ello recuerda la peor época de militarización del país, cuando se configuraron obligatoriamente las llamadas Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), en el marco de la guerra interna. Este hecho coincide con la creciente militarización alrededor de los actos presidenciales que pareciera soportar detrás de la figura castrense su férrea oposición a la lucha contra la corrupción e impunidad.
Si bien las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos de 2016 son un importante avance en materia de fiscalización del financiamiento electoral, aún falta avanzar en lo más importante que es regular el origen de los fondos ––principalmente en dar mayor relevancia al financiamiento público–– y, consecuentemente, lograr la desconcentración de los recursos. Lograr estos cambios rompería con el carácter mercantilista, clientelar y de tráfico de influencias, que caracterizan hoy los procesos electorales y abriría las puertas a lideres con visión de país, que tanto necesitamos.