Yo nací cuando la celebración de un nacimiento estaba en pausa por temor al coronavirus.
Nadie elige el tiempo ni el lugar de su nacimiento. Únicamente somos producto del milagro de la vida. A mí me tocó nacer en la hermosa Guatemala, en el seno de una familia de clase media. Hace justamente 18 años llegué al mundo, un 22 de diciembre, a las 22:00 horas en el hospital público de la ciudad de Huehuetenango. Era el año 2020. Me cuenta mi mamá que estábamos atravesando la segunda ola de la pandemia del coronavirus.
A causa de ese virus, muchos de los aproximadamente 116 millones de bebés que nacieron en el mundo bajo la sombra del covid-19 según el Fondo de las Naciones Unidad para la Infancia (UNICEF), perdieron a sus padres, tías, tíos, abuelas, abuelos—entre otros seres amados. Yo tampoco tuve la dicha de conocer a ninguno de mis abuelos. Una semana antes de mi nacimiento, el abuelo Luin, único ancianito que quedaba en la familia falleció por causa del coronavirus.
Aun así, mi nacimiento fue motivo de celebración y unión. Pero en ese momento, la tradición de que familiares y amigos cercanos podían llegar al hospital a visitar al recién nacido y a su madre estaba en pausa.
Nadie llevó flores ni globos; mucho menos abrazos, besos. Las únicas personas que cuidaron de mí eran el grupo de médicos y enfermeras. Los héroes. Mi angustiada mamá no tuvo la opción de un parto natural, por lo que nací por cesárea. Hoy por la mañana, antes de la celebración de mis 18 años, mamá Ewul me contó entre lágrimas que tuvo mucho miedo ya que existía la posibilidad de no verme por varios días. Si resultaba infectado por el virus, nos debían separar y aislar. A Dios gracias, eso a nosotros no nos pasó. Hoy sabemos que, a causa de la sobrepoblación en los hospitales en ese tiempo, la poca inversión en salud y la escasa preparación, algunos bebés separados de sus madres nunca volvieron a reunirse.
Mamá dice que el coronavirus fue una especie de borrón y cuenta nueva, y la pandemia representó un parteaguas en nuestras costumbres. La primera muestra del cambio de modo de vida lo vivimos al salir del hospital con mamá. Papá llegó por nosotros en taxi sin poder abrazarnos. Mamá Ewul me cuenta que viajamos en silencio—por temor a contagiarnos—. Pero en sus ojos brillaba la alegría.
Papá Luin decía que, cuando tenían que salir a trabajar vendiendo zapatos usados, él siempre se cuidó y siguió sin permitir visitas de ningún tipo a la casa. La familia y las amistades comprendieron—se dieron cuenta que el coronavirus era una enfermedad letal—recién se había llevado al abuelo Luin, por lo que se cuidaron más.
La vida marca el inicio una nueva era y la posibilidad de un nuevo mundo.
En mi primer año de universidad supe que la pandemia impactó fuertemente la economía. Muchas empresas cerraron y miles de personas perdieron sus empleos. Había mucha hambre, la pobreza y las muertes infantiles aumentaron. Los gobernantes de ese momento poco hicieron por la población. Por ejemplo, la desnutrición crónica—que en ese entonces afectaba a la mitad de los niños menores de 5 años, aumentó exponencialmente. La administración del presidente Jasaw cambió el rumbo de Guatemala. Con solo haber puesto a la ciudadanía en el centro de su gobierno, redujo la desnutrición crónica sustancialmente y transformó el sistema educacional. En la dolorosa época del coronavirus, también nacieron muchas empresas exitosas y se consolidó el comercio electrónico en todo el país—la semilla que llevó a florecer a las empresas guatemaltecas—conquistando así el mercado internacional.
Haber nacido en tiempos de pandemia me recuerda cada día que, la vida es misteriosa, es frágil—constantemente amenazada. La vida marca el inicio de un nuevo tiempo, una nueva era y la posibilidad de un nuevo mundo. ¡Siempre hay esperanza!