Prensa Libre

No es aceptable que nos digan que no podemos ejercer nuestra ciudadanía aun estando lejos.

Como migrante en Estados Unidos y ciudadano guatemalteco deseo poder ejercer mi derecho de voto. Aunque lejos, yo sigo contribuyendo a la economía de mi Guatemala.

El precio de migrar por exilio o por ir tras la esperanza de mejores oportunidades de vida sin el visado es muy alto. Tiene el sello de sangre, de sufrimiento, de llanto y de muerte. Vidas truncadas en el camino. Maltratos y traumas que marcan de por vida. Éxodo, muchas veces, sin retorno.

Es irónico, pero mientras por un lado se nos exige el visado, por otro, los requerimientos de una visa de trabajo hacia Estados Unidos están fuera del alcance de la mayoría, que de todas maneras me empujan a irme sin ella.

Las extremas condiciones son las que nos obligan al exilio y que nos llevan a separarnos de nuestra tierra natal, nuestras familias, hijos, padres, madres y demás seres queridos. Como si nuestro sufrimiento no fuera suficiente, al peso del calvario que cargamos los migrantes se suma el peso de lo que supone ser llamados indocumentados. Estar sin visa.

Si de algo estoy seguro es que estoy dispuesto a hacer hasta lo imposible para que el rayito de sol de esperanza que veo en la distancia se haga realidad para mi familia y para mí. Ante tanta carencia, tanta necesidad y ante la imposibilidad de una mejor vida, mi fe y mi deseo de salir adelante son mi visa.

Eso lo sé, porque, yo migrante, cuando crucé la frontera de Guatemala con México mi visa era para tres días. Cuando llegué a la línea divisoria entre México y Estados Unidos, yo ya era indocumentado. Mi visa ya había expirado y yo no había comido aún. Pero me aferré a Dios y a su palabra, pues me dijo que para salvar la vida de mi hijo, para darle de comer a mi familia; para construir algo y luego ayudar a mi gente, no necesitaba visa alguna.

Lo sé porque cuando abandoné mi tierra natal, no significó perder mi identidad. O cuando perdí a mi familia por la guerra absurda y tuve que salir huyendo hacia Estados Unidos para no correr la misma suerte, no perdí mi esencia. Cuando no dejé de hablar el Q’anjob’al, mi idioma materno, cuando aprendí el español y luego el inglés, yo no necesité visa más que mis sueños y la esperanza de un mejor futuro. Para seguir contribuyendo a la economía de mi familia en Guatemala, tampoco necesito visa.

Ser migrante no es un capricho ni un pasatiempo. Migrar es la última opción ante la necesidad de sobrevivir, ante un intento por resguardar la integridad ante el acecho de la inseguridad, ante tanta desigualdad y marginación. Es la desesperación ante tanta corrupción.

Como mínimo, nuestras autoridades deberían ocuparse por garantizar el respeto de nuestra dignidad como personas y que prevalezca el principio de humanidad.

Viendo más allá, no hay razón para que nuestro gobierno se despreocupe de nosotros los migrantes. No es aceptable que sin ningún esfuerzo, a primeras nos digan que es imposible que podamos ejercer nuestra ciudadanía a la cual tenemos derecho aun estando lejos, pero no ausentes de nuestra patria. Las elecciones se aproximan. No es imposible que podamos votar. Otros países de nuestra región, que tienen ciudadanos en EE. UU., han hecho todo lo posible para garantizar a sus ciudadanos el voto en el extranjero. Guatemala también lo puede lograr. Es más un asunto de voluntad política y contar con un plan de trabajo.

Los migrantes también Contamos. Nuestra contribución al país es vital y es claro. Por ende, queremos y debemos tomar partido de las decisiones y poder participar en la elección de quienes nos representan y conduzcan a nuestra siempre inolvidable Guatemala.

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