Prensa Libre

Al estar hoy en nuestras mesas celebrando Nochebuena, oremos por el futuro de nuestro país.

Hoy mientras estemos celebrando la Nochebuena y Navidad alrededor de la mesa con nuestros seres queridos, pensemos en que muchos —pero realmente muchos— estaremos lejos de nuestras familias. Algunos por opción propia, pero la mayoría no. Con un moral en la espalda, fuimos tras una esperanza—un rayito de sol—para sacar a nuestra familia adelante—para sobrevivir.

Quienes tengamos la dicha de pasar las fiestas de pascuas con nuestros seres queridos, debemos agradecer por la vida. Aun estando en algún rincón del mundo sin nuestra familia, pidamos al Creador fuerzas para que el otro año estemos con ellos o para que nuestra situación mejore. Deseemos con fuerza que nuestra condición emocional, financiera o de bienestar retoñe.

Recordemos que toda adversidad pasa, por lo que nunca dejemos de luchar, de soñar ni perdamos la pasión de vivir.

Quizá digan: qué fácil es decirlo y escribirlo. Lo sé. Pero yo lo he vivido y puedo dar testimonio de que se puede lograr un mejor futuro. A la edad de 13 años me tocó pasar la Navidad sin mi mamá, papá, hermanas y hermanos. Para entonces, todos estaban ya en Los Ángeles, California. En ese tiempo, 1989, no había forma de comunicarse rápidamente con ellos —no se podía hacer videollamadas, por ejemplo—. Lo único que teníamos era la fe de saber y sentir que en espíritu estábamos unidos, juntos tras la misma meta: volver a reunirnos.

Al poco tiempo emprendí solo la travesía de irme a EE. UU. para reunirme con mi familia. No iba con ningún familiar porque no hubo suficiente dinero para irnos todos juntos.

Quien diga que los padres son irresponsables al poner en peligro a sus hijos migrando con ellos, nunca han pasado hambre. No saben que es vivir en pobreza. Nunca han tenido que repartir una tortilla entre toda la familia o que no han tenido que ver morir a una hija en un hospital público por desnutrición o porque no hubo medicina para tratar su enfermedad. No saben que es vivir con miedo de que en cualquier momento una bala perdida les arrebate la vida o ser víctimas de una guerra sin sentido. La irresponsabilidad sería no hacer nada.

Mis padres vieron morir a mi hermana Juanita cuando eran jornaleros y lejos de su hogar—trabajando en fincas de café para sobrevivir—por una enfermedad que hubiera sido curable si el hospital hubiese tenido la medicina adecuada. En mi familia esto pasó hace 30 años, pero en otras familias, sigue pasando hoy.

Nadie debería pasar por penurias que lo obliguen a buscar un mejor futuro en tierra ajena—hostil. Claramente, esto no pasaría si quienes han dirigido nuestro país actuaran pensando en el bienestar del pueblo. Para que el futuro de Guatemala cambie, quien llegue a presidir nuestro país debe asumir una sincera sensibilidad hacia quienes han vivido en pobreza. Incluso, que haya vivido como la mayoría de los guatemaltecos.

El progreso de Guatemala depende de un líder que tenga sensibilidad hacia quienes viven en pobreza.

Guatemala necesita a alguien capaz de entender lo que es amanecer con hambre, en medio de la violencia, sin acceso a electricidad, salud, educación y agua potable. Pero también debe ser alguien que entienda sobre los riesgos y la dificultad de invertir, y saber cómo generar oportunidades—atraer inversiones extranjeras que promueven la sostenibilidad y prosperidad para todos, sin crear división o destruir la biodiversidad que distingue a Guatemala.

Quizá ese líder con valores éticos que necesitamos sea hoy un lustrador, un migrante, un mesero o un universitario. El tiempo es cíclico y la época de florecer está próxima. Por eso, al estar hoy en nuestras mesas, oremos por el futuro de nuestro país, porque pronto tengamos ese líder y porque nunca dejemos de luchar por nuestras vidas, nuestros sueños, nuestra familia y por Guatemala.