Prensa Libre

Para ser un país próspero, necesitamos consenso nacional liderado por el Presidente.

Mientras conducía de la cabecera departamental de Huehuetenango hacia las comunidades más remotas del municipio de Santa Eulalia, me tocó vivir el mal estado de la carretera. Noté algo curioso: desde la cabecera departamental hasta San Pedro Soloma, el camino se encuentra prácticamente en el abandono; sin embargo, entre este último municipio hasta Santa Eulalia, la situación cambia abruptamente, la ruta está en óptimas condiciones y el tránsito se hace más ágil.

La ventaja de esta última sobre la otra es obvia, pero quiero usar el contraste entre estas carreteras como figura de la situación del desarrollo del país. Los que transitamos fuera de nuestras ciudades lo sabemos. Es un claro reflejo de la desigualdad y la inequidad socioeconómica. También es una muestra de la importancia de gestiones en los gobiernos locales, sobre cuál es su apuesta y sus prioridades. Seguramente, para el éxito del tramo entre San Pedro Soloma y Santa Eulalia, en su momento fue clave el consenso entre sus líderes políticos para priorizar la inversión en infraestructura, un ejemplo concreto de lo que se puede lograr cuando hay acuerdos y se ejecutan sin interferencia.

¿Qué pasaría si llevamos este ejemplo a toda la nación? ¿Qué pasaría si, cada año, todos los líderes locales se pusieran de acuerdo sobre una misma prioridad a nivel nacional? Por ejemplo, ponerse de acuerdo en invertir sus recursos el primer año de su mandato en educación, el siguiente año en salud, seguido por infraestructura y en el último año enfocado en servicios básicos.

Aunque en la actualidad cada departamento y municipio tiene un presupuesto y decide en qué invertir, los esfuerzos son dispersos. Tener un plan de nación, donde desde la Presidencia se inspire consenso —no obligatoriamente— y apoyar un programa de desarrollo con visión de nación, cambiaría todo. Similar a lo que hace un maestro de orquesta al guiar y armonizar la ejecución de composiciones complejas, sería el papel que necesitamos del presidente a nivel de gobierno.

Esto me lleva a reflexionar sobre la clara evidencia de que Guatemala está urgida de verdaderos líderes, capaces de conducir una agenda de desarrollo humano y progreso integral, equitativo e incluyente. Guatemala necesita que sus buenos hijos jueguen su rol en puestos de gobierno con un programa transparente, técnico, coherente, pero sobre todo CONSENSUADO —con visión de nación a corto, mediano y largo plazos.

Este liderazgo no debe ser únicamente capaz de mover el caudal electoral, sino conducir hacia la unidad nacional, encabezar las políticas de desarrollo e inversión y ostentar un carisma capaz de convencer a los demás líderes, tomadores de decisiones y actores de la administración pública a echar a andar proyectos de infraestructura, educación, salud y servicios básicos en sintonía con una visión de Estado.

Esta visión de nación se lograría al tener líderes capaces de pensar en el bien común, muy por encima de sus intereses particulares. Es posible cuando el liderazgo negocia y busca acuerdos en función de los intereses de toda su ciudadanía. Es posible cuando un verdadero liderazgo ve hacia el futuro, más que en el corto plazo.

Por eso reitero la urgente necesidad de que los buenos hijos de Guatemala asuman su responsabilidad y liderazgo. Necesitamos líderes con la mentalidad, no solo para hacer gobierno sino para visualizar y ejecutar un programa de nación. Necesitamos líderes capaces de pensar desde una perspectiva de país, donde no haya ciudadanos de primera ni de segunda categoría, sino ciudadanos con el goce equitativo de sus derechos. Es el único camino pacífico para lograr una Guatemala próspera para todas y todos.